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WOJNA SWIATÓW - NASTEPNE STULECIE (1981)

Ficha técnica

Título inglés: The War of the Worlds: Next Century
Nacionalidad: Polonia
Productora: Zespol Filmowy "Perspektywa"
Director: Piotr Szulkin
Guion: Piotr Szulkin
Dirección de fotografía: Zygmunt Samosiuk
Música: Jerzy Maksymiuk y Józef Skrzek
Intérpretes: Roman Wilhelmi (Iron Idem), Krystyna Janda (Gea), Wieslaw Drzewicz (viejo demente), Mariusz Dmochowski (jefe del canal de televisión), Stanislaw Gawlik (portero), Jerzy Stuhr (abogado), Marek Walczewski (comité de recepción), Bozena Dykiel (enfermera)
Duración: 93 m.

Cuando el ser humano piensa en qué habrá más allá de la estratosfera, siempre le asaltan las mismas dudas. De existir los seres extraterrestres y tener la posibilidad de entrar en contacto con ellos, ¿cómo sería esta relación? Algunos piensan que, si han desarrollado la tecnología capaz de viajar por la galaxia, su civilización será mucho más avanzada que la nuestra en todos los sentidos y, por lo tanto, la benevolencia será el espíritu que rija su moralidad. Sin embargo, esta suele ser la opinión menos extendida sobre aquello que vendrá del espacio exterior: normalmente se tiende a pensar en cómo los seres humanos nos hemos comportado entre nosotros, de qué manera los colonizadores, con un mayor desarrollo tecnológico disponible, han sometido a sangre y espada a aquellos pueblos más atrasados con los que se han topado en su afán depredador. Esclavitud, tortura, hambre, miseria, etc., han sido los presentes que los conquistadores han repartido entre millones de nativos de todo el orbe.

No es de extrañar, por lo tanto, que cuando se piense en un relato que escenifique la futura (y quién sabe si probable) visita intergaláctica, casi siempre acuda a la memoria el inmortal relato de H.G. Wells La guerra de los mundos. Escrito a finales del siglo XIX (concretamente, en 1898), se presentó desde un principio como una alegoría muy bien camuflada: bajo su fantasía corría una feroz crítica contra el colonialismo británico y su forma de dominación, pues al dar la vuelta a la tortilla y proponer un poder superior al del imperio de su graciosa majestad ejerciendo la violencia en territorio británico, serían sus súbditos los que pasarían de ser metrópoli a sometida colonia. Con esta premisa simbólica, las adaptaciones que en los distintos medios audiovisuales se han realizado adquieren otro significado mucho más rico: Orson Welles estaría avisando de los peligros del nazismo en su emisión radiofónica de 1938, George Pal de la amenaza comunista en 1953 (años de plena «caza de brujas»), y Steven Spielberg en 2005 sobre los convulsos momentos post-11S (tanto de la invasión terrorista en USA como de la invasión de Irak por los marines).

Que a principios de la década de los ochenta un cineasta polaco se interesara por esta novela no es en absoluto baladí, puesto que las injerencias soviéticas sobre su gobierno en esa época eran tan evidentes que la metáfora saltaba a la vista por sí sola. Quizás el realizador y guionista podría haberse escudado en haber realizado un filme sobre la pérdida de identidad e independencia de su país (pues ya sabemos del carácter nacionalista y patriótico que alberga cada polaco en su interior), haciendo pasar el relato como una alegoría sobre la ocupación nazi durante la II Guerra Mundial. La excusa podría haber sido creíble, siendo una estrategia para escapar de la censura, pues el carácter universal de la novela de Wells ofrece la suficiente cobertura como para utilizar cualquier quiebro ideológico que a cada cual le apetezca (de ahí la gran cantidad de versiones que, en cada momento, han expresado distintas situaciones políticas).

Sin embargo, lo interesante y verdaderamente novedoso de esta adaptación de La guerra de los mundos está en el énfasis con el que ataca al medio televisivo y su utilización como herramienta de manipulación. De hecho, su protagonsita, llamado con el curioso nombre de Iron Idem, es el presentador del más exitoso noticiario televisivo. La acción nos traslada a un futuro no demasiado lejano, pues los hechos ocurren los días inmediatamente anteriores a la llegada del siglo XXI. Los humanos llevan pocas semanas conviviendo con los marcianos, y su influencia se deja notar: la burocracia y la policía han optado por el más sumiso colaboracionismo, y la televisión no escapa a esta estrategia de control. Al llegar a su puesto de trabajo, Iron es forzado a dar las noticias coartado, con un guion prescrito que no debe salirse de la nueva línea oficial. Sus reticencias, aunque tímidas, son interpretadas como un síntoma de rebeldía, comenzando para él el calvario de ver cómo le es arrebatado todo aquello que ama: su trabajo, su esposa, su domicilio... y, finalmente, su dignidad.

Su caída en desgracia se convierte en un laberinto a medio camino entre lo kafkiano y lo orwelliano, cumpliendo las bases de la perfecta distopía: una población que cede sumisamente a los intereses de un Gran Hermano superior, cuyo poder de manipulación alcanza a todos los estratos de la sociedad. La actitud pasiva de los ciudadanos, que sucumben al miedo y deciden cooperar para preservar sus intereses y privilegios, le permite a Szulkin abordar la teoría sobre la «banalización del mal» desarrollado por Hanna Arendt dos décadas atrás: el colaboracionismo no solo se observa como una forma de supervivencia, sino como la consecuencia lógica de una sociedad fuertemente jerarquizada, donde las órdenes circulan de arriba a abajo y este sistema funciona como una disciplina castrense, impedidos los individuos para mantener una actitud crítica o, incluso, insumisa. Así, los ciudadanos son fuertemente reprimidos policialmente en un principio, pero es el propio sistema impuesto el que se encarga de convertirlos en una pieza más de un gran engranaje político y social, en el cual es casi imposible girar en otro sentido que no sea el establecido.

Y, como ya hemos anunciado, la televisión es el medio escogido para realizar ese control social, tanto en los espacios públicos como en los privados: desde la calle, sobre postes y con grandes altavoces, hasta en los restaurantes (donde constantemente se emiten películas de alto contenido erótico: el sexo como otro componente de dominio de la voluntad) e, incluso, las celdas de la prisión o, lo que rezuma mayor gravedad, los confesionarios de la iglesias, donde el protagonista se encuentra con su propia imagen en el receptor televisivo, quien le aconseja, evalúa y condena moralmente. También encontramos la ya aludida manipulación a través de su poder de persuasión, pues lo mostrado es inmediatamente percibido por los espectadores como real, como una verdad fidedigna e inalterable. La sala de realización del noticiario se transforma así en un verdadero centro de control que dibuja el panorama más idóneo para el poder, recurriendo al montaje (la herramienta que permite trocear la realidad y seleccionar aquellos fragmentos más adecuados para crear un relato determinado) y la voz en over como máxima expresión de deformación.

Adquiriendo conciencia sobre la gravedad de la situación, Iron Idem (o, al menos, la persona que había bajo la peluca de ese presentador de éxito y prestigio) decide actuar, escogiendo como escenario más apropiado la fiesta de despedida de los marcianos. Irrumpe en el escenario y, después de ser aclamado como el ídolo de masas que es, comienza un discurso que transcribimos por su poder, pero también por su pertinencia actual:

“Parece que os estáis despidiendo de los marcianos. Yo también quiero despedirme de vosotros. Pero eso no es motivo de tristeza. Simplemente, a partir de mañana, vais a querer a alguien diferente. ¿Sabéis por qué me queréis? Cuanto más estúpido era mi programa, os sentíais más sabios. Y, precisamente, se trataba de eso. Del caos de la tele escogéis las verdades que consideráis convenientes. Asimiláis sólo lo que os afirma en la convicción de que la pasividad es virtud y necesidad. Porque es precisamente en lo que queréis creer. Lloráis, tenéis lástima de vosotros, ¿y qué hacéis entonces? Os sentáis frente del televisor y os sentís absueltos, más humanos que los que estáis mirando. Pero veis iguales que vosotros. Iguales de hipócritas, iguales de débiles, iguales de sumisos. La televisión está creada a imagen de vosotros. Dejad de ser una multitud de imbéciles. […] Estáis aturdidos, sin voluntad propia. Os mandan donar la sangre, la donáis. Os mandan andar a cuatro patas, lo haríais. Venderíais la dignidad, la honradez, para tener un televisor más grande, para recibir las migajas del poder. Cada uno de vosotros quiere gobernar y cada uno es esclavo. Cada uno es violado, pero lo único que quiere es violar a otros. ¿En qué sois distintos a los que escupís? ¡En nada! ¡Somos idénticos!”.

Su arenga es truncada por la acción policial, mientras el público arroja a nuestro protagonista todo tipo de objetos por haber interrumpido de esa manera el espectáculo. La explicación de esta actitud se la dará el realizador de la retransmisión, dentro de su cabina de control: “Te falta tacto. No retendrán en la memoria nada de lo que dijiste. Es una lástima. ¿Con qué contabas? ¿Has olvidado por qué nos quieren? Porque les damos la ficción”. O, lo que es lo mismo, el dulce sabor del caramelo envenenado, que adquiere su verdadero amargor hacia el final de la representación: la última mirada a cámara del protagonista nos revela el carácter fantasioso de lo narrado, pero también una rutina de preguntas a las que el espectador (fundamentalmente, el de la Polonia de aquel momento) deberá responder: lo que acabamos de ver, ¿es lo que podría pasar... lo que pasará... o lo que está pasando? La respuesta que cada uno se dé condicionará, sin duda, su puesto en el «nuevo orden».

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